sábado, 6 de julio de 2013

Impaciencia


La impaciencia carcomía mi cerebro, de tanto en vez, con esfuerzo, lograba detener algún pensamiento para explorarlo. Aunque normalmente la impaciencia lo dejaba raído a la vera de otro pensamiento que, por supuesto, no culminaba su proceso pues el virus de la impaciencia lo destruía. Una especie de intranquilidad lingüística era el síntoma. Ese día de primavera, por error entré en la Galería. Allí estaba él. Algunos, a escondidas, le sacaban fotos o lo toqueteaban un poco. Por primera vez no me sentí impaciente. Él nunca se enteró de mi fortuita curación, tampoco creo que me hubiese escuchado. Me quedé a su lado hasta que la Galería cerró. Luego, ya en la calle, supe que había estado allí, pacientemente, por espacio de más de ocho horas. Un pestañeo de tiempo, pensé. Cuando le relaté lo sucedido a un amigo, me miró con gesto divertido, para luego agregar:
—¿Estuviste ocho horas al lado de una estatua?
—Por supuesto —le respondí, un tanto incómoda—. Al principio tuve palpitaciones, pero luego, me transporté a su tiempo y creo que viajamos juntos.
—Eso que te sucedió se denomina Síndrome de Stendhal.
Obvio que no era cualquier estatua, era el “David” de Michelangelo. La belleza cura la impaciencia. Mi amigo no pudo comprenderme. Hace pocos días me encontré con su esposa en el andén de la estación de la línea Cero. Charlamos de bueyes perdidos, del virus de la impaciencia y finalmente me contó que tenían programado un viaje a Grecia pues su esposo, mi amigo, deseaba conocer a la Venus de Milo…

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