martes, 24 de abril de 2018

Risas en el anonimato


Uno a veces cree que el buen humor es algo que poco a poco se pierde, sobre todo en tiempos en que las hostilidades están jugando sus mejores partidas en las mentes y las vidas de las personas.
Como sea, andamos por aquí, por este mundo y el propio barrio, cruzándonos en las aceras del anonimato, prendidos al instante que muere, sin mirarnos unos a otros, más allá de un intercambio fortuito. Cosas que suceden en las ciudades, como un puente roto que de tanto en vez nos permite pasar por la orilla de otras almas, y luego hay que remar las desconfianzas para hacer algo más o menos humano.
Estaba en mis quehaceres “letriles” cuando una voz con sonido aumentado, como si proviniese desde un megáfono, llamó mi atención.
Agudicé mí oído lo más que pude para escuchar mejor, pero los recuerdos que acudieron fueron más fuertes y me transportaron a la niñez, más precisamente a los oficios de aquellos hombres que para ofrecer sus productos, voceaban por las calles. En mi mente aparecieron imágenes de los vendedores ambulantes de antaño, como el lechero que con un carro tirado por caballos traía la leche fresca en unos tarros de aluminio de cincuenta litros, cada familia compraba lo necesario con su propio recipiente: ollas, jarras, etc. También recordé al colchonero o cardador al que se le entregaban los colchones cuando la lana que contenían se había apelmazado, o al afilador de cuchillos que tocando la armónica ofrecía sus servicios de afilar cualquier instrumento cortante, y me acordé de mi madre sacando a relucir sus tijeras de modista para entregárselas.
Sonreí con añoranza, tuve ganas de pasear en monopatín entre los rosales del jardín de la casa de Elvira y Luis o de jugar a las payanas en el umbral de la casa de Clementina, o de hojear las historietas de Pelopincho y Cachirula, o la revista Billiken, o leer las aventuras de Nippur de Lagash, mi favorito junto con Dax, los personajes creados por Robin Wood.
La voz del megáfono me sustrajo de los recuerdos, la sentí muy cerca a la puerta de mi casa “vendo cebolla, señora, zanahoria, papa limpia”. No pude eludir mi curiosidad, tenía deseos de ver de quién se trataba, como si de ese modo fuese posible revivir al verdulero ambulante, Giacomo. Venía los martes y jueves por el barrio con una vieja camioneta blanca. Se paraba sobre la caja, y sobre un cajón de madera apoyaba su balanza estilo imperio con los dos platillos,las pesas de bronce las acomodaba de mayor a menor y procedía al pesaje de las verduras frescas que le compraban. Era casi mágico verlo trabajar porque además usaba los platillos de bronce para acompañar una vieja canzonetta italiana.
Salí a la vereda, el primer impacto fue fuerte, no era un verdulero, ni siquiera un megáfono. Un muchacho alto con un cono color naranja en su boca era quien imitaba a los vendedores ambulantes, provocando la sonrisa de quien con él se cruzase. La memoria de la niñez es poderosa. La memoria colectiva toca resortes de las emociones que nos unen, con hilos de encanto y puntada invisible, a veces con simples cosas.
Pispié curiosa hacia donde se dirigía el muchacho y vi que nos metros más adelante iban caminando unos obreros con igual vestimenta que la de él. Llevaban también conos anaranjados que servirían para canalizar el tránsito vehicular, dado que estaban arreglando los baches de la esquina y habían cortado el paso.
Me quedé pensando de lo que es capaz de hacer el buen humor en nuestras vidas, cuando nuevamente nos sorprendió la voz de megáfono “ por ahí no señora…cruce por la esquina, vendo consejos, vendo”. Todos volvimos a sonreír al ver que una señora que intentaba cruzar la avenida a mitad de cuadra, retrocedió.
Este siglo tiene perlas que vale la pena ver, un toque de buen humor nos puede cambiar el instante, y qué es el día ,sino la suma de los aconteceres que somos capaces de sentir cuando estamos despiertos de corazón en el momento justo para disfrutarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario